Del Salvador, Cu(z/s)catlán, Atlácatl y otras discusiones (I)

Sentado en uno de los bancos del Modelo me encontré ayer con el tremendo Don Atanacio. Nos pusimos a charlar y él me contó lo que sigue: “Soñé” me dijo, «que era diputado. Esto podría para cualquier persona patriótica ser un sueño a secas, en mí constituyó una pesadilla».

Así inicia «Un Sueño Extraño», una de las numerosas colaboraciones de Salarrué en Patria, el histórico periódico que representó el ideario vitalista de Alberto Masferrer y otras utopías sociales. Este periódico, que apareció por primera vez ante el público en 1928; fue el medio impreso en el cual los grandes intelectuales salvadoreños discutían temas de coyuntura y de más trascendencia.

Sin duda, el dinamismo intelectual, periodístico y literario que aportó Patria fue y es inconmensurable. Desde un principio su fundador, Masferrer, y sus colaboradores más asiduos (entre ellos Salarrué) fundamentaron sus esperanzas en un periódico ideológicamente abierto cuya principal inspiración era la vida cotidiana del hombre moderno de clase media salvadoreño (y no escribo «hombre» en sentido genérico, la mujer apenas tuvo una participación sustantiva en Patria).

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Salarrué

Si bien Patria experimentó una época de esplendor bajo la tutela de Masferrer, fue Alberto Guerra Trigueros quien, debido a la enfermedad y posterior muerte de Masferrer en 1932, llevó las riendas del periódico hasta su abrupto final en 1938. El ideario vitalista duró apenas una década (debido a cuestiones presupuestarias, leyes de censura y persecuciones políticas que azotaban en una época en que Maximiliano Hernández Martínez gobernaba).

El investigador Guillermo Cuéllar-Barandiarán publicó a mediados de este año un libro titulado «Salarrué en Patria». Esta obra es un análisis exhaustivo y recopilatorio de las intervenciones salarruerianas en dicho periódico y es precisamente en una de sus páginas que  me encontré con «Un Sueño Extraño»; y su lectura me dejó fascinada.

En este escrito (que pueden leer completo haciendo clic aquí) Salarrué encarna los papeles del respetadísmo Dr. Araujo y Don Atanacio, quienes defienden fervientemente la reforma del nombre de nuestro país (El Salvador) por considerarlo «ridículo». Poner en tela de juicio algo tan sagrado, tan patriótico (aunque las personas que leemos con frecuencia a Salarrué sabemos que él no era precisamente un devoto del término «patria») y a la vez trivial como lo es el mismísimo nombre de este país, me pareció escandaloso, y pienso que si se llevara esta temática al debate público y político también se tendría esa percepción.

Así reza el escrito:

Nuestro país es el que lleva el nombre más ridículo en el concierto de las naciones. Se explica que un país se llame Chile, pero que se llame El Salvador es insoportable. Sobre ser el país más chico de América, es el de peor nombre.

Salarrué siempre se las ingenió para tratar temas políticos y sociales de una forma amena al público. Era usual en él añadirle una chispa satírica y humorística a sus escritos:

Ya podríamos llamarnos de peor manera dado el exquisito mal gusto de nuestros ancestros. Demos gracias de que este país no se llame ‘El corazón de María’, ‘el Divino Rostro’ o cosa peor. Dos cosas crearon aquí fantásticamente ridículas: el nombre del país y la bandera. De ésta última ya dí yo buena cuenta en tiempos pasados. Se trataba de una vil imitación de la bandera yanki. Y es que nuestros abuelos fueron siempre amigos de imitarlo todo. Por quedar bien con un par de políticos tontos o de caras melosas no tenían reparo en destruir lo bello para sustituirlo con lo ‘feyo’.

Actualmente el nombre oficial de El Salvador es República de El Salvador. Y sí, tiene ese origen religioso del que Salarrué tanto se mofa:

El nacimiento de este nombre surge hacia finales de 1823 y comienzos de 1824, cuando la Alcaldía Mayor de Sonsonate decide integrarse a la Provincia de San Salvador para fundar juntos el Estado salvadoreño como parte de las Provincias Unidas del Centro de América. Puede que este nombre haya sido elegido en honor al Divino Salvador del Mundo, patrono de la nación.

(Del blog elsalvadormipais.com – «Nombre Oficial de El Salvador»)

Sin embargo, siempre hubo (y aún hay) confusiones respecto al nombre, situación de la que Salarrué se burla crudamente:

—Además—apoyé—nadie llama tan fácilmente El Salvador a este lugar, por lástima que nos tienen; sólo nosotros que obstinamos en llamarle así. Unos dicen «Salvador», otros «San Salvador»: «El Salvador» sólo puede sonarle bien a uno que por patriotismo se imagina cerradamente que El Salvador está desempeñando tal papel en el mundo siendo que es él quien necesita más que ningún otro que lo salven con urgencia.

Anteriormente, en 1915, el gobierno declaró oficialmente mediante un decreto que el nombre del país sería República de El Salvador. Sin embargo, este decreto cobró fuerza hasta 1958 cuando el gobierno realizó una campaña de concientización y reforma más efectiva. Esto explicaría por qué en pleno 1929, casi 15 años después del decreto, Salarrué expresaba su preocupación al respecto.

Cuando el nombre de El Salvador vaya asociado a las palabras República o Estado, se escribirá: República de El Salvador o Estado de El Salvador; no se podrá suprimir la palabra “El” ni hacerse la contracción “del”.

(Decreto de 1915)

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Sellos alegóricos de finales del siglo XIX que evidencian la escritura y uso incorrecto del nombre. (Foto: Filatelia de El Salvador)

Salarrué abogaba el cambio de «El Salvador» por su nombre «original»: Cuscatlán.

El país era Cuscatlán (nombre hermoso, viril, sonoro y autónomo) y la sustituyeron por El Salvador, nombre que hace fruncir las cejas a los ingleses, desternillar de risa a los franceses, pujar a los españoles, chiflar a los italianos e insultar a los yankis. […]

Concretando—volvió a decir el Rep. A. —yo pido que se cambié el nombre al país devolviéndole su distintivo de Cuscatlán que le hará valer enormemente, ya que es innegable la influencia benéfica o funesta de los nombres. Con ese nombre puede que nos respeten, con el actual ¡jamás! el nombre de El Salvador nació del nombre de la ciudad: San Salvador y no hay razón ninguna para que no podamos volver a llamarnos Cuscatlán, Zalcoatitán o Sonsonate como antiguamente.

Me interesa muchísimo esta posición porque pone en tela de juicio algo que la población salvadoreña damos por sentado (como la existencia del guerrero Atlácatl, tema que discutiremos luego).

El Salvador (o Cuzcatlán ¿o Cuscatlán? Dentro de esta discusión ahora surge otra: usamos la «z» o la «s») se ha caracterizado por una población culturalmente  diversa. No obstante, algunos de los fundamentos del poder político y económico a lo largo de nuestra historia han sido la negación, la explotación y expoliación de los pueblos originarios y, todavía más, la invisibilización de la población afrodescendiente.

A mí no me agrada pecar de ignorante, al menos en aquello sobre lo que quiero debatir. La idea de renombrar a El Salvador y devolverle el nombre de Cuscatlán podría sonar demasiado pretencioso e innecesario en nuestro tiempos.

Considero que esta discusión posee vigencia, especialmente cuando la cultura salvadoreña se ha vuelto tan difusa y tan débil (siempre colocada en el último vagón de las prioridades gubernamentales y de una gran parte de la población). Sin embargo, si queremos defender la importancia histórica del nombre Cuscatlán es necesario definir su significado. Esto solamente se logrará derribando algunos mitos y falsos ídolos que hemos construido y que no representan realmente nuestra identidad nacional. Asimismo discutir este tipo de dilemas filosóficos (sí, me atrevo a entrar en el inmenso pantano de la Filosofía) no vendría nada mal para estimular nuestras mentes.

Así que de la mano de Salarrué, Alberto Guerra Trigueros —quien en 1929 analiza este escrito de Salarrué y expone argumentos similares— y otros autores y fuentes confiables, trataré de hacer ese arduo recorrido. Si dentro de este proceso llego a asesinar alguna de las falacias históricas en las que la población salvadoreña hemos creído ciegamente durante mucho (y demasiado) tiempo, no sentiré absolutamente nada de culpa.

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